Raúl Mendoza se quedó mirando el trofeo de la Copa Argentina en la vitrina de la AFA. Había llevado a la delegación del Club Social y Deportivo Trenque Lauquen a la ceremonia de sorteo, más por protocolo que por expectativas reales. Su club nunca había pasado de octavos de final en torneos nacionales.
Pero Raúl tenía otros planes.
Había heredado la presidencia de su padre cinco años atrás, cuando el club apenas se mantenía en la Primera B Metropolitana con rifas y festivales. Lo mismo de siempre: gestión familiar, amigos en puestos clave, decisiones tomadas en el bar de la esquina entre fernet y empanadas.
El Gordo Martínez era su vicepresidente desde hacía quince años. Habían sido compañeros de banco en el secundario, se habían hecho socios del club juntos a los veinte. El Gordo conocía a cada hincha por su nombre, organizaba los asados del día del amigo, tenía llegada con los barrabravas. Pero de fútbol profesional entendía lo mismo que de astrofísica.
El Checo Herrera manejaba las inferiores con el corazón. Había sido jugador del club en los '80, conocía la idiosincrasia, tenía ojo para detectar pibes con garra. Pero sus métodos de entrenamiento eran los mismos de cuando él jugaba: mucha pasión, poca ciencia.
Roberto "Tito" Salinas era el tesorero. Un tipo honesto como pocos, que guardaba cada peso como si fuera propio, que rendía cuentas hasta del último caramelo vendido en el kiosco. Pero pensaba en centavos cuando Raúl soñaba con millones.
Eran sus hermanos de la vida. Pero no eran dirigentes de Primera División.
La revelación llegó cuando Raúl conoció a Mauricio Pellegrino en un seminario de gestión deportiva en Brasil. Pellegrino había sido gerente deportivo del Palmeiras, había armado equipos que ganaron Libertadores, manejaba presupuestos que eran el PBI de países pequeños.
—Tu club tiene potencial —le dijo después de analizar los números—. Buena ubicación, hinchada fiel, instalaciones aprovechables. Pero tu estructura dirigencial es amateur. Si querés competir en serio, necesitás profesionalizar todo.
Esa noche, en el hotel de San Pablo, Raúl no durmió. Pensó en las charlas con el Gordo sobre "mantener la esencia del club". En los métodos artesanales del Checo para formar jugadores. En la contabilidad de almacén de Tito que funcionaba para un club de barrio pero era un chiste para una institución ambiciosa.
Al mes siguiente, Raúl tenía una propuesta concreta. Pellegrino había contactado a un gerente deportivo que había trabajado en España, un director técnico de inferiores con metodología europea, un CFO que había manejado las finanzas de clubes que cotizaban en bolsa.
Querían armar una estructura profesional con él como presidente ejecutivo.
La reunión de Comisión Directiva fue la más tensa en la historia del club. Se juntaron en el salón de siempre, con las mismas sillas desparejas de siempre, bajo el retrato del fundador que los miraba desde 1923.
—Tengo una propuesta para cambiar la estructura del club —empezó Raúl, y ya sabía que las palabras que siguieran cambiarían todo para siempre—. Necesitamos profesionalizar la gestión si queremos crecer.
El silencio fue denso como el humo de los asados de los domingos. El Gordo dejó el mate sobre la mesa. El Checo se recostó en la silla con los brazos cruzados. Tito siguió anotando números en su cuaderno, como si no hubiera escuchado.
—¿Nos estás echando? —preguntó finalmente el Gordo.
—No los estoy echando. Les estoy proponiendo que evolucionemos. Que seamos un club del siglo XXI.
—¿Y nosotros qué sabemos del siglo XXI? —respondió el Checo—. Nosotros sabemos de este club, de esta gente, de este barrio.
Era cierto y dolía. Tito cerró su cuaderno y habló por primera vez:
—Raúl, yo crié a mis hijos con el sueldo que me paga este club. El Gordo conoce a cada socio por su nombre. El Checo formó a la mayoría de los pibes que están en Primera División. ¿Eso no vale nada?
—Vale todo. Pero no alcanza para ser campeones.
La votación fue 8 a 3. Los nuevos profesionales asumieron al mes siguiente.
Dos años después, Raúl estaba en el palco del estadio más moderno de Sudamérica, inaugurado con la plata de inversores internacionales que habían comprado el 40% del club. A su lado, Pellegrino analizaba estadísticas en una tablet mientras hablaba por auricular con el cuerpo técnico.
Todo era perfecto. Profesional. Eficiente.
El equipo había ascendido a Primera, había clasificado a la Copa Sudamericana, los jugadores se vendían al exterior por cifras récord. Los medios especializados hablaban del "modelo Trenque Lauquen" como ejemplo de gestión moderna.
Durante los entretiempos, mientras los nuevos dirigentes revisaban métricas de performance y KPIs de engagement, Raúl pensaba en el viejo salón de Comisión Directiva. En las discusiones eternas del Gordo sobre "mantener la mística". En los informes a mano alzada del Checo sobre los pibes de las divisiones menores. En las planillas prolijitas de Tito que sumaban y restaban con lápiz y goma.
El club ganó su primer título en 40 años: la Copa Argentina. Raúl levantó la copa en el Monumental mientras 15.000 hinchas cantaban su nombre desde la popular.
Era el éxito que siempre había soñado.
Pero cuando bajó del micro que recorrió el barrio con la copa, mientras saludaba desde el balcón de la sede a una multitud que gritaba "¡Presidente! ¡Presidente!", buscó instintivamente entre la gente las caras de sus viejos compañeros de Comisión Directiva.
No estaban. Sabía que no estarían.
El Gordo había puesto un kiosco cerca de la cancha y miraba los partidos desde la tribuna, como un hincha más. El Checo dirigía un club de la C, formando pibes con los mismos métodos de siempre. Tito trabajaba de contador en un estudio, llevando libros de otros clubes de barrio.
Esa noche, en su nueva oficina con vista panorámica al estadio, Raúl se quedó mirando una foto de la primera Comisión Directiva que había presidido. Él en el medio, flanqueado por el Gordo, el Checo y Tito, todos sonriendo después de haber salvado al club del descenso a la C.
Su asistente ejecutiva le recordó que tenía una videoconferencia con inversores de Miami.
Raúl guardó la foto en el cajón del escritorio, junto con las viejas actas escritas a máquina y la llave del salón de Comisión Directiva que ahora era un museo.
El campeonato, descubrió, también se puede medir por lo que sacrificás para conseguirlo
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