Por IPV
Louis Pasteur, en pleno siglo XIX, desmontó una de las creencias más persistentes de la historia: la generación espontánea. Con una botella de cuello de cisne y un experimento impecable, demostró que la vida no surge de la nada. Siempre proviene de otra vida. Una conclusión científica… y también filosófica.
Sin embargo, vivimos en una época donde esa vieja idea parece haberse reciclado —no en la biología, sino en el arte, la música y la economía. La noción de que algo valioso puede brotar sin origen, sin estructura, sin causa previa, vuelve a circular con entusiasmo casi místico.
En el arte, por ejemplo, se celebra la improvisación pura, el gesto instantáneo, el automatismo. Desde los dadaístas hasta los performers contemporáneos, muchos sostienen que el acto creativo no necesita fundamentos ni técnica: basta con el impulso. Como si un poema pudiera surgir como antes se creía que aparecían los gusanos del barro: por arte de magia.
En la música, el culto a la improvisación absoluta también plantea que la obra puede surgir en el mismo momento de ejecutarse, sin partitura ni planificación. John Cage lo llevó al extremo con su famoso 4’33”, una pieza de silencio donde supuestamente “todo sonido es música”. Pero, ¿es eso realmente espontáneo? ¿O hay estructuras invisibles, lenguajes heredados y decisiones silenciosas que operan detrás de cada silencio?
Incluso en economía, algunas corrientes como el liberalismo clásico o el anarcocapitalismo insisten en que el mercado se autorregula, que el orden social emerge solo, sin planificación. Hayek hablaba del “orden espontáneo” como si la riqueza y la organización fueran una propiedad mágica del intercambio libre. Otra forma, acaso más sofisticada, de generación espontánea.
Pero esa idea —por más seductora que parezca— olvida que todo lo complejo requiere una causa. Nada valioso nace sin un contexto, una historia, un lenguaje, una energía previa. La música improvisada necesita un oído entrenado. El mercado solo existe porque hay infraestructura, leyes, moneda y trabajo. El arte libre no flota en el vacío: brota de una cultura que lo contiene, lo sostiene, lo entiende.
Entonces, ¿y si Pasteur tenía razón? ¿Y si creer en la generación espontánea fuera, hoy, una forma moderna de ingenuidad?
Tal vez sea tiempo de mirar con más sospecha esa adoración contemporánea de lo instantáneo, lo caótico y lo mágico. Tal vez sea hora de volver a preguntarnos: ¿de dónde nace lo que valoramos?